La canción de Vilinch
Curros Enríquez
1876
Cuando de nuestra patria por los confines
vibraba el son guerrero de los clarines
y de sus nobles hijos la sangre brava
estéril en los campos se derramaba,
porque de fácil triunfo tras los horrores,
al contemplar en ella tintas sus manos,
notaban con vergüenza que eran hermanos
del lidiador vencido los vencedores;
como el canto de un ave triste y doliente
sofocado entre el ruido que alza el torrente;
como de hoja que rueda queja exhalada,
del viento desoída y al viento dada,
del campo de la lucha sobre la arena
que ensangrientan los genios de la discordia,
mientras la bala silba y el bronce truena,
se alza una voz que clama: «¡Misericordia!»
En la sombría falda del alto cerro,
monstruo que una corona ciñe de hierro,
al pie de Mendizorrotz, en cuyo lomo
se abre un volcán que arroja candente plomo,
hay una pobre choza, sencilla y blanca,
nido de golondrina rústico y breve,
cuya puerta, al herido soldado franca,
jamás para cerrarse sus goznes mueve.
Campestres florecillas son el adorno
de la casita blanca de aquel contorno;
nadie de sus linderos cerca transita
que no bendiga el nombre del que la habita.
Y es que, desde que al viento se izó en España
el estandarte negro de la discordia,
de la florida choza de la montaña
sale la voz que dice: «¡Misericordia!»
Pronto la paz ansiada llegar debía,
y el triunfo era esperado que la traería.
¡Ya se acerca la hora! Ya el bronce estalla,
ya comienza la ruda final batalla;
ya en guerrilla despliegan los batallones
al clamor estridente de la corneta,
y marchan al galope los escuadrones
del monte por la abrupta pendiente escueta.
¡Ay de las pobres madres que en las montañas
tienen los pedacitos de sus entrañas!...
¡Ay de la dulce novia que amante espera
unirse al que su mano le prometiera!...
¡No volverán!... De rabia su seno henchido,
ebrios con los vapores de la discordia,
van a morir, sin que antes llegue a su oído
ese acento que clama: «¡Misericordia!»
En la chocita blanca del monte inculto,
donde a la patria rinde sagrado culto,
del amor de sus hijos puesto al amparo,
vive Vilinch, el tierno poeta éuscaro.
Allí fue donde, alegre, cantó otros días
del hogar las venturas y los amores,
de los campestres bailes las armonías,
de Conchesi los ojos fascinadores;
allí donde abrasarse sintió en la llama,
destello de los cielos, que al poeta inflama;
allí donde su numen fluyó sonoro
torrentes de poesía de ritmo de oro.
Muerta, empero, la calma por que suspira,
sepultado en la hoguera de la discordia,
ya no tiene más cantos su blanda ira
que esta plegaria eterna: «¡Misericordia!»
Cataratas de sangre precipitadas
ruedan de los oteros a las cañadas,
y desde las cañadas a los oteros
densos vapores rojos trepan ligeros.
¡Como un antro la tierra se abre sombría,
como una forja el cielo rayos desata,
hiere como una espada la luz del día,
el aire como fuego calcina y mata!...
«¡Otra vez a la puerta de mi vivienda
ruge la maldecida civil contienda!
Venid y orad conmigo, mis pobres niños.
¡Dios acepta y comprende vuestros cariños!
Ved: comienza de nuevo la horrible lucha;
suena otra vez el grito de la discordia...
¡Orad por los que quedan! ¡Dios, que os escucha,
tendrá de los que mueren misericordia!»
dijo Vilinch: y ronco, del negro fuerte
cantando por los aires himnos de muerte,
un proyectil avanza que hunde la choza
y al mísero poeta hiere y destroza.
Aquella bala el triunfo por fin decide;
el sol de la victoria refulge santo,
y el vencedor, tranquilo, los lauros pide
que el vencido, insepulto, regó con llanto.
¡Guerra civil funesta! ¡Deidad impía,
a cuyo espectro aún tiembla la patria mía!
¡Castigo de los hombres y las ideas,
pues no respetas nada, maldita seas!
Tú de Vilinch las quejas has desoído,
el que de ti imploraba paz y concordia:
¡ya que del pobre vate no la has tenido,
nadie te tenga nunca misericordia!